miércoles, 8 de agosto de 2012

Sus cosas.

Su pelo, su voz, sus carcajadas más o menos exageradas, ese gesto que vuelve majareta al más cuerdo, el monte plasmado encima de sus pulmones, ese precipicio mágico en su ombligo y su manera de abrazar. Su rostro mientras sueña, esa forma especial de sacar de las casillas a uno, cuando se marcha y desaparece todo. Esa manía que es imposible de comprender. Sus ojos. Su gusto desenfrenado por esa rareza. Su olor incomparable impregnado en la ropa. Su delicadeza. Su manera de hacer que el contexto desaparezca, que el resto deje de importar por completo. Su concepto del tiempo. Su cabreo. Su manera de hacer entrar en razón, su elección de palabras, su cercanía, su empatía. Sus cortes radicales. Su pequeña obsesión. Sus manos. Sus noches. Su melodía. Sus tonterías. Su manera de moverse. Su peculiar inteligencia. Su edad. Su manera de tomar las cosas. Su color de labios. La profundidad de su mirada. Su frágil corazón armado. Su humor. Su pasado. Su nostalgia. La felicidad en su rostro. Sus errores. Sus disculpas. Su lengua. Sus costumbres. Sus miedos. Su don. Su susurro. Su clave. Su despertar. Sus regalos. Sus secretos. Su concentración al leer algo que le interesa. Su canción favorita. Su manera de bailar. Su desmelene, su rectitud. Su educación. Sus momentos especiales. Su punzante claridad. Su debilidad. Su inocencia, su astucia. Su capacidad. Su presente. Su impredecible prometedor futuro. Su rebeldía. Su verdad. Su desesperante y a veces adorable manera de ser impredecible. Su libertad. Sus puntazos. Su escapismo. Su manera de conquistar. Las cosas que le importan demasiado. Su dulzura, su picardía. Sus increíbles labios. Su niñez. Su principio y su eternidad.



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